Deportes

NO FUE PENAL

 

Juan Villoro

Agencia Reforma

Ciudad de México 24 diciembre 2023.- He jugado con grandes. El mejor fue Valeriano Fuentes. Nació con ese nombre chingón, lo bautizaron así y desde bebé parecía famoso: «Valeriano Fuentes». Le pegaba a la pelota, con los dos perfiles; te podía fintar, con un movimiento de hombro o cadera; bailaba en la cancha y remataba al ángulo, siempre al ángulo. Crecimos juntos, debutamos en el Torneo de los Barrios y nos probamos en la reserva especial de las Chivas. Me admitieron en el primer equipo porque iba con él, yo no era Beckenbauer, no defendía con categoría, sino con huevos. Me decían el Tanque: un destructor en la parte baja del terreno. Ningún equipo grande me necesitaba. En cambio, Valeriano hacía la diferencia en cualquier alineación. El día en que nos probamos metió cuatro goles y dio dos asistencias. Era obvio que lo iban a contratar y pidió que también a mí me subieran al primer equipo. Era tan generoso que no me dijo que me recomendó; nunca quiso venderme un favor. Lo supe después. Me dijo el Murciélago. Para joderme, como todo lo que hace.

Valeriano y yo fuimos uña y mugre, jamás pensé que seríamos otra cosa. Luego todo se jodió, pero no fue mi culpa. Es lo que nunca va a entender el Murciélago. A veces ni yo lo entiendo.

«¡Rubén, apoya a Felipón! ¡Dos a uno! ¡Pressing, sí, mucho pressing! no sueltes la bola: la pausa existe… la pauuuusa…».

¡Pone cara de que la Virgen le habla! ¡No te habla la virgen, hijo de la chingada: te habla tu entrenador! Es mi culpa, por decir tantas cosas. Hablo demasiado. El entrenador debe ser un telégrafo. El último telégrafo de este planeta va a ser un entrenador: conciso, urgente. Sí, soy un telégrafo, pero ellos no entienden la clave morse.

Hablo demasiado por los nervios y por el jarabe. Me acabé el frasco para poder dormir. La garganta me arde como si estuviera rasguñado por dentro. Cuando Frank Sinatra tenía laringitis se suspendía el concierto. Para un entrenador, tener laringitis es tener trabajo.

«¡Júntense! ¡Y tú, Pedrito, a defender: saca agua del pozo!». Demasiadas palabras, no me controlo. Fue el jarabe, estoy seguro. Te haces pedazos el gaznate para que no oigan lo que dices. México quedó fuera del Mundial de Chile porque el Negro del Águila no oyó lo que Nacho Trelles le gritaba desde la banca. Era la mejor selección mexicana de todos los tiempos, quedaban unos segundos de partido y Trelles gritó al Negro que no dividiera la pelota. México estaba empatado contra España y calificaba con este resultado. Pero Del Águila cobró el último tiro de esquina a lo loco; no aseguró el balón, dividió la pelota, vino contragolpe y la mejor selección se fue a la mierda. Eso pasó hace siglos, en 1962. Muchos de esos jugadores ya murieron, pero los muertos de calidad siguen jugando. No puedo olvidar eso.

Entrenamos con la garganta, pero nadie nos oye. El área técnica es como el espacio exterior: aquí nadie puede oír tu grito.

Se están echando demasiado atrás. Tenemos que jugar en nuestra cancha, no en nuestra área. No hay que dejar que se acerquen demasiado. Cuando te atrincheras hacia abajo te pueden pasar muchas cosas. Ahí está el clavado que Robben se tiró en el Mundial de Brasil. No fue penal, pero el árbitro se tragó la farsa. Un horror que nadie olvida. ¡Le íbamos ganando a Holanda y nos refugiamos en nuestra madriguera! La selección jugó con fuego, en su propia área. Se los recordé en el medio tiempo: defiendan abajo, pero no taaaaan abajo.

«¡Salgan, presionen!». «Pedrito, regresa!», ese cabrón se trae algo.

No aguanto la garganta. Cuando vaya de peregrinación a Machu Picchu voy a buscar un remedio quechua para la garganta, un té de hierbas que me alivie aunque me drogue.

«Eso, lánzala, ¡a la olla de los frijoles!».

 Tiro de esquina. ¿Hace cuánto que no anotamos en una jugada de táctica fija? No quiero ni pensarlo.

«¡Cobra en corto!» Sus centrales no son rascacielos, pero nos sacan una cabeza. Messi es pequeño, Iniesta es pequeño, Maradona era pequeño. ¡Los míos solo son chaparros!

Valeriano no era muy alto, pero tenía gran resorte. ¿Y todo para qué? Era tan bueno que le tenía que ir mal. Al destino no le gusta la perfección, no es de este  país. Nunca se lo dije a Valeriano, pero lo pensé.

«¡Abre el juego, papá! ¡Por los extremos! Uy, pero si no apoyas no sirve de nada».

Soñé que me daban un trofeo de oro macizo. Pesaba con ganas. No tenía forma de balón ni tenía un futbolista en miniatura. Tampoco era una copa orejona como la de la Champions. ¡Era un jarabe de oro! Mi alivio, mi única delicia es el jarabe. El aire de los estadios te raspa por dentro. Me tiré después de seis operaciones en la rodilla; si me agacho se oye como si masticara cacahuates. Me jodí los meniscos, los ligamentos cruzados, los huesitos de su chingada madre. Eché panza porque apenas puedo caminar. Siempre fui roperón, por algo me decían el Tanque, pero podía correr. De pronto mi rodilla derecha dejó de existir, no la siento. Pero mi peor lesión es la garganta que me duele todos los días. Roxana dice que soy adicto al jarabe, que ese menjurje trae químicos de todo tipo. Leyó en internet que puedes alucinar con el jarabe. Siempre que entra a internet encuentra algo incómodo. Okey, me gusta el jarabe… sí, lo necesito… okey: ¡le surto al jarabe!… Salgo con tos de la cancha, con una tos seca, necesito un remedio: humo mágico, un elixir quechua, lo que sea… ¿Cómo acabas con eso? Tequila o jarabe, no hay de otra. Si me aliviara con chupe, Roxana me recomendaría jarabe.

«¡Rómpela! ¡Tienes a dos enfrente, no vas a pasar! Eso, manda el balón a la goma».

Me gustan los nombres de los jarabes. Si los jarabes pudieran jugar, yo armaría una media cancha de poca madre: Robitussin, Breacol, Zorritón y Broncolín. ¡Esos nombres imponen! Imagínense a esos extranjeros en el equipo: no pasas encima de Robitussin, Breacol, Zorritón y Broncolín, ¡a huevo que no!

Pero a mi establo no llegan figuras. Tuvimos a un paraguayo. Yo no había visto un paraguayo en mi vida. El güey hablaba por teléfono en guaraní, se sentía solo, siempre estaba deprimido… ¡y era el mejor de todos! Tenía un cañón en la zurda, pero se fue con el draft de invierno. Este equipo no retiene ni a un paraguayo que habla por teléfono en guaraní. Solo nos queda Ceballos, el peruano que sería un crack si solo existieran los entrenamientos. En cualquier equipo, por pinchurriento que sea, hay dos argentinos. Yo aposté por Pedrito: talento nacional, hijo de un albañil, con madera de héroe. Huevonsón y de cutis fino, pero con tamaños. Los cracks siempre han salido del barrio, pero ahora se cuidan del sol. ¡No vaya a ser que les salgan pecas! No se concentran en el partido, están pensando en la actriz de novela que se andan ligando o en el coche que quieren comprar. Broncolín dejaría la piel en la cancha, Robitussin sería un capitán intratable, Zorritón recuperaría los balones y Breacol la haría de dínamo, un enganche perfecto: duro en la marca, rápido en la descolgada. ¿Pero quién chingados juega con jarabes? Solo yo en mi alucine.

«¡Verga! No árbitro, no era para ti, se me salió. Okey, calmado, calmado».

El señorito de negro quiere que me comporte como un profesor. No entiende nada, ni siquiera sabe que «cancha» es una palabra quechua. ¡Yo sé entrenar! Quisiera que el ojete del árbitro me viera frente al pizarrón. Conozco las Grandes Preguntas: ¿Cuánto debe medir un pase? ¿Cómo debe girar la pelota? ¿Te puedes desmarcar hacia dentro del campo? Cuando le tocas al compañero, ¿dónde vas a estar después?

Dicen que no soy un gran estratega, con los equipos que tengo nadie puede ser Guardiola. Aplico mis métodos, eso sí: rondas de seis centros y seis remates en los entrenamientos. Cuando ensayamos penaltis cada uno debe disparar seis. Es el número clave; si haces menos no perfeccionas la jugada, si haces más la repites sin concentración. El Murciélago dice que eso no es un método sino una manía. Si supiera de dónde saqué la idea, me haría pedazos. Pedí una pizza y la corté en seis pedazos; era el reparto ideal, ni una rebanada más, ni una menos. Fue como ver un mapa del juego. Me obsesioné con eso, sin obsesiones no haces nada. Me encantaría que hubiera seis cambios en los partidos, pero no tenemos banca. Guardiola puede comprar al jugador más caro del mundo y yo saco mi inspiración de una pizza, dos maneras de ver el futbol.

Además, todo eso vale madre si te juegas el descenso. El peor marcador es 0-0. Da mala espina. Tomé al equipo en zona de descenso y nos podemos salvar con un empate, pero apostar al empate es tentar a la suerte… Si Dios fuera peruano, Ceballos metería un golazo como los que mete en los entrenamientos. Pedrito es el único que puede anotar.

A veces pienso que el otro equipo que se juega el descenso le ofreció una prima para que jugara mal. El último día entrenó sin levantar la vista, como si le diera vergüenza ver la portería. Nuestro presidente no puede igualar las ofertas de otros clubes. El diabético de toda la vida no tiene ni para el gas del estadio (nos bañamos con agua fría desde hace dos meses; la amenaza del descenso nos llegó así como un hielo en la piel). Pedrito puede ganar un buen billete fajando adrede. Se le ve en los ojitos. Hoy salió al campo como un pistolero. Un pistolero encabronado, o tal vez ofendido. Es buena bestia: se puso nervioso en el enfrentamiento porque le habían ofrecido dinero para perder y ahora quiere demostrar que no se vende. No sé si eso sea real, pero son las cosas en las que tiene que pensar un entrenador. Hay que entrenar en los laberintos mentales de los muchachos. Pedrito le tiene miedo al sol, pero es honesto. Su papá es albañil, un hombre de trabajo y él saca la casta. A las claras se ve que le ofrecieron dinero para perder y eso lo ofendió. Le picaron la cresta. Pero tiene tantas ganas de anotar que ya se comió dos goles. ¡Dos veces la dejó ir! Si estamos 0-0, es por ese maleficio.

Por nervios, por humillación, por no hablar conmigo, Pedrito se está ganando el dinero que no quiere cobrar. Así es el futbol.

También los grandes se ponen nerviosos. Nunca había nadie tan alterado como Valeriano Fuentes. Dominaba el campo pero vomitaba antes de cada partido. Lo vi sufrir su suerte en los vestidores. Después de la lesión, fue peor. Daba pena ver cómo se arrastraba. Tardó en retirarse porque no sabía hacer nada más. Invirtió en una parrilla de carnes y lo transaron gacho. Nunca supo hablar: no podía ser comentarista ni entrenador. Lo veías cojear y no podías entender que hubiera sido el mejor futbolista mexicano de todos los tiempos.

Ya nadie se acuerda de él. Duró muy poco, pero no fue mi culpa. Por esta que no fue mi culpa. Me beso los dedos para que veas este momento de religiosidad en la pantalla, pinche Valeriano.

«¡Así no, árbitro! ¿Para qué están las tarjetas? Bien, al fin te atreviste a sacarla. Le están tundiendo a Pedrito. ¡Ah!, ¡¿la tarjeta es para mí?!, ¿por reclamar? ¡No mames! Lo de ‘no mames’ me lo dije a mí, perdón, perdón».

No voy a acabar el partido en las regaderas, no me van a expulsar. Si perdemos y nos vamos a segunda, quiero estar aquí, en la cancha. Los muchachos van a llorar, los conozco. No dan el resto en el partido, pero lo dan para llorar. Los voy a abrazar y tal vez chille un poquito. Soy sentimental, no lo niego, y da tristeza perder la chamba. A ver quién pone yogur en el refri cuando estemos en segunda. El maldito Murciélago dirá que la culpa es mía. Si nos salvamos, dirán que fue por Pedrito.

Los triunfos siempre llegan con nombre ajeno. Compartía cuarto con Valeriano en las concentraciones de la selección. También ahí llegué por él. Lo supe cuando el entrenador me dijo que podía ayudar a «hacer grupo». No me quería en el pasto, sino creando ambiente en el hotel y apoyando a Valeriano, porque yo lo conocía desde niño. Vivía a tres cuadras de mi casa; destruimos nuestros zapatos en campos que tenían más agujeros que pasto, debutamos en el Torneo de los Barrios, llegamos juntos a primera, ¿y todo para qué?

Hoy en la mañana me dije: «Tienes que pensar en algo que te preocupe más que el partido». Pero no puedo pensar en Lorenita. Lorenita me arde más que la garganta. Para eso no hay jarabe.

«¡Penal! ¡Fue clarísimo!». ¿Tienen que matar a Pedrito para que sea faul?

No te metas en esto. Tú no, Valeriano.

«Bien, árbitro, bien. Eso no se revisa, ¡Árbitro justo!».

El VAR solo sirve para enfriar las jugadas. Anotas un gol y saltas como loco, pero todo se suspende. Si te conceden el gol, dos minutos después ya no te emocionas. No puedes recalentar la pasión.

«¡Ceballos, cobra tú! ¡Te digo que cobres tú!». ¿Por qué se perfila Pedrito? Trae el balón en las manos. Le acaban de meter una zancadilla, tiene la sangre caliente, no está concentrado…

«¡Tú nooooo!».

Me oyó y no hace caso. Siempre le digo que cobre el que se siente más seguro. Pero ahora es distinto:

«¡Tú nooooo!».

Ni madres, Pedrito trae el balón como si fuera su bebé. Quiere demostrar que nadie lo soborna, pero tiene demasiadas ganas de hacerlo.

«¡Ceballos, ¿qué no oyes tú?!»

¿Le tengo que hablar en quechua? Solo conozco una palabra en ese idioma, una palabra mágica: «¡cancha, cancha, cancha!», ese es mi rezo.

Pedrito, toma demasiado vuelo. Allá va… ¡no mames! La pelota ni siquiera iba a la portería. ¡La voló a la fila diecisiete!

«¡Vas a ver, Ceballos, por culero!».

Y ahora la hinchada se siente poderosa. ¡Griten, argentinos de fayuca! Todavía quedan unos minutos y vamos empatando, con eso nos salvamos… ¿Qué chingados hace Pedrito? ¡Está pidiendo su cambio! Viene llorando, trae la camiseta echa un paño de lágrimas.

No tengo otro extremo natural; meter a Diego de Jesús para que juegue por bandas es como meter a un repartidor de pizzas.

Pedrito viene hecho mierda.

Siempre aprendes algo en este hermoso trabajo: Pedrito pidió su cambio para que vean que no falló adrede, quiere salir humillado, lo hace por pundonor. Esa palabra ya casi no se usa, antes se decía a cada rato. La gente sabía que la mayoría de los jugadores éramos malos, pero exigía eso de nosotros: perder con dignidad, tener pundonor.

¿Lo viste, Valeriano? No se va contento.

El Murciélago va a decir que me equivoqué en los cambios. ¡Pero no tengo a Broncolín ni a Zorritón!

Pedrito pasó sin saludarme. Todos lo vieron. Hay doce cámaras en el estadio.

El mundo está viendo cómo mi cara se va a la chingada. Las cámaras quieren ver si estoy ardido con Pedrito, quieren chuparme el alma, las hijas de la chingada. No me ha servido de nada tener cara, y menos me sirvió con Lorenita.

No te puedo decir que me asustó. Yo le traía ganas y ella tenía su agenda, sus intereses, sus gustos. Nunca he sido galán, pero ella me buscó. Se hizo amiga de mi hermana. Hacían ejercicio juntas y a Lorenita le salían chapitas en los cachetes. Parecía una manzana; hubiera dado lo que fuera por morderle un cachetito. ¿En qué estoy pensando? Quedan unos minutos de partido y pienso en esos cachetes.

Lorenita sabía que yo era el bróder de Valeriano, su amigo íntimo. Todos hablaban de él, iba de líder de goleo, era el ídolo de las Chivas, lo habían llamado a la selección… A ella no le gustaba el fut, pero Valeriano empezaba a ser famoso y tenía esa manera de ponerse triste que le encanta a las mujeres. Hasta parecía inteligente. Era un genio con la pelota, pero no sabía hablar. Como tanta gente de Jalisco, tenía ojos de mariachi torturado, los ojos del que va a decir cosas profundas, aunque nunca las diga. Lorenita se hizo amiga de mi hermana. En un momento loco pensé que se interesaba en mí, y sí… se interesaba en mí… para que le presentara a Valeriano.

No es cierto que yo haya llorado en su boda, pero sí me dolió.

No quise joderles la vida. ¿Quién los manda casarse justo antes del Mundial? Podían haberse esperado y dejar que pasara esa emoción. Pero no, ellos querían juntarlo todo. La boda, la Copa del Mundo y la luna de miel. Valeriano iba a ser la figura de la selección, nadie lo dudaba, y quería celebrar doble: los goles del héroe y las chapitas de esa mujer preciosa.

¿Por qué tomé jarabe? Roxana tiene razón, estoy intoxicado, pero no es por el jarabe, es por la vida.

«¡Árbitro!, ¿qué no ves que estoy pidiendo un cambio?». El Murciélago me va a acusar de cobarde: saco un delantero y meto un defensa. Cualquiera haría lo mismo para asegurar el marcador, pero yo estoy en la mira. El Murciélago aletea aquí cerquita, apestando a guano, aventando el coronavirus.

Te perdoné lo de Lorenita. Hasta fui a la boda, Valeriano. Con cara de nalga porque no tengo otra cara, pero estuve ahí. Lo demás fue el destino.

El destino siempre ha sido muy mamón. ¿Cómo iba a saber que eso podía pasar? Te resbalaste en la última jugada del último entrenamiento. Había llovido y el pasto era una pista de hielo. Jugamos un interescuadras normal; yo de defensa con los suplentes; tú de delantero, con los titulares. Igual que siempre. Pero te resbalaste, rodaste una vez, diste la vuelta y chocaste con mi pierna. La pierna del Tanque. Oí el crujido de tus huesos y fui el primero en ver la fractura expuesta, la maldita herida. Los sueños de un país estaban ahí, chorreando sangre, hecho cisco. ¡Yo no hice nada! Solo estuve ahí, sin moverme. Fui el poste que el destino puso en tu vida. Te llevaron al hospital con la camiseta de la selección todavía puesta. Fue la última vez que la usaste. La lesión te jodió la carrera. Pero también jodió la mía. Me retiré en la siguiente temporada. No me importaba que me gritaran «¡Judas!» en los estadios; me importaba que pensaran que tenía un motivo para fracturarte. ¿Y sabes qué? ¡Claro que lo tenía! Odié que te llevaras a Lorenita. Siempre habías sido mejor que yo, pero no tenías que ser el mejor en eso. Yo no te rompí los huesos. Si no hubiera llovido, si no hubieras buscado la pelota como un demente cuando quedaban unos segundos de entrenamiento, si Dios me hubiera puesto ahí para que te pegaras conmigo, todo hubiera sido distinto.

Nunca hablamos de eso. Volviste a jugar, pero no eras el mismo. Nos encontramos una o dos veces y no te pregunté por Lorenita. Tampoco hablamos de tu fractura. Tenía motivos para joderte, pero te jodiste solo. ¿Lo entiendes? ¿Puedes hacerlo?

«¿Y ahora qué? ¡No puedes comprar eso, árbitro! ¡Se tiró un clavado! ¡Protesten, muchachos, protesten todos!, ¡Al árbitro, vayan por él! ¡No fue penal!».

¡Les dije que no se enconcharan en su área!, ahí puede pasar de todo. ¡No mames, ese güey debería estar en el equipo de clavados!

«Ustedes, los de la banca: ¡métanse al campo, armen desmadre!».

Faltan unos segundos, ese penalti nos crucifica.

«¡No puedes cobrar eso! ¿Van a revisar la jugada? ¡No puede ser!».

Es la misma injusticia de siempre: un puto holandés se tiró en el área y nos sacó del Mundial, todo México se enchiló con eso, pero ¿quién va a protestar por nosotros?

¿Tenías que chocar conmigo, Valeriano? ¿Tenías que estar aquí ahora? Cuando me dijeron que sacaste licencia de árbitro, pensé: «Si el bato arrastra una pierna». Luego supe que entrabas al videoarbitraje, que ibas a juzgar sentadito mientras yo me parto la madre.

Te lo digo al oído, suavecito: «No fue penal». ¿Lo entiendes? ¿Puedes hacerlo?

«¡No se alejen del árbitro; presionen, muchachos!».

Un minuto de espera: me la he rifado en nueve partidos y todo se decide en este minuto.

Antes los árbitros asumían sus errores. Ahora necesitan que les digan lo que piensan. Que se los digas tú, desde un cuartito, como si allá arriba estuviera la justicia divina. Te voy a decir lo que está allá arriba: no es el cielo, está un cuarto con televisiones y el que revisa la jugada eres tú, Valeriano Fuentes. Fuiste el mejor jugador mexicano de todos los tiempos, pero ya nadie lo sabe; yo era tu mejor amigo y te casaste con la mujer que me traía de nalgas; eso me dolió, pero lo acepté y luego chocaste conmigo, te fracturaste, no volviste a jugar…

Tienes un problema, cabrón: te crees bueno. Ahorita revisas la jugada y no piensas que un penal me puede mandar a la mierda. Quieres ser objetivo. No buscas venganza por la fractura que te jodió la vida. Miras la acción en cámara lenta. Si no marcas penalti, el Murciélago dirá que actuaste por compasión, para salvarle el pellejo al viejo amigo que fue tu verdugo. Si la marcas, el Murciélago dirá que hiciste justicia, que al fin terminó una jugada que había durado treinta años.

No puede ser que el futbol se haya convertido en esto: el mundo se detiene para que revisen la jugada. Mis jugadores están como estatuas. Ni siquiera beben agua. Miran al cielo, lo único que puede ayudarlos.

No he olvidado el crujido de esos huesos. Ahora soy yo el que resbala. ¿Alguien puede decir que esto es justo? ¿Alguien puede decir que esto es objetivo? El juez que mira la pantalla fue a dar al quirófano porque yo estuve ahí, una tarde de desgracia. No me echó la culpa, pero arrastró la pierna por mi culpa.

¿Qué carajos vas a decir? ¿Entraste al videoarbitraje para perseguirme? ¿Usaste tus últimos contactos para esto? Me la he rifado en siete equipos como entrenador. Tú habías regresado a tu pueblo. Me dijeron que tenías una huerta, a eso te dedicabas. Así estábamos bien; ya no había espacio para ti en el futbol. No podías ser comentarista ni entrenador, menos árbitro. Pero luego llegó esta pendejada, la posibilidad de que un cabrón decida el juego sin estar en la cancha, que lo decida con sus ojos…

¿Querías ajustar cuentas conmigo? No eres una leyenda olvidada que regresó como árbitro fantasma: eres un rencoroso que se cree buena persona. Te crees capaz de no tener sentimientos, quieres ser «objetivo», algo que no existe en el futbol.

Ojalá recordaras cómo te quise, cómo te admiré, cómo te perdoné que te llevaras a Lorenita. Hasta me pareció lógico. Eras el mejor de todos. Te adoraba, cabrón. Te adoro.

Si te jodí no fue adrede. Motivos no me faltaban, pero no quise hacerlo ¿Tú sí me vas a joder adrede? En el campo, el árbitro se equivoca como cualquiera que corre a lo loco tras la pelota. Para evitar sus errores inventaron al videoárbitro, que no se equivoca como cualquier persona, sino como un hijo de la chingada. Hay dos clases de hijos de puta, ya lo dije…

Valeriano: no llevas 90 minutos corriendo, no tienes los ojos nublados por el sudor, no debes decidir en una milésima de segundo. Si te equivocas será por ojete.

Te digo una cosa: marcar penalti es equivocarte, por una sencilla razón. Eso hunde a mi equipo. A los rivales les da lo mismo ganar este partido, pero nosotros nos vamos a la mierda. Esa es la diferencia que debes valorar.

Te adoraba, cabrón.

¡Ahí está!, ¡Lo sabía!

¡Pinche Valeriano!

«Al manchón del penalti! ¡Júntense ahí: háganla de tos!».

¿Sabes qué, cabrón? no te voy a dar el gusto de ver esto.

Tampoco voy a oír a los falsos argentinos.

Un gol en contra y todo se acaba.

¿Por qué teníamos que acabar así, Valeriano? ¿Qué viste en esa jugada? Una cámara dice que fue penal y la otra no… La televisión miente tanto como las personas…

Cierro los ojos, estoy lejos, muy lejos, en mi verdadera área técnica, la azotea de mi casa, el único lugar donde puedo estar solo. Nadie me chinga, nadie espera nada de mí.

Oigo el agua que cubre los tinacos y ese ruidito me acompaña, me calma.

Todo puede acabar, pero estoy bien.

Esa es mi defensa, la única defensa del entrenador: cerrar los ojos. Estoy solo, en silencio, el mundo no existe, nada sucede, lo único que oigo es el ruido del agua que sube a la azotea.

 

 

Comparte

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *