LA VIABILIDAD DE LA DEMOCRACIA Y EL FUTURO DEL PAÍS
Por Aurelio Contreras Moreno
Este miércoles, las campañas llegarán finalmente a su final. Quizás, las más sucias de la historia moderna de México. ¿Por qué sería así?
Durante todo el sexenio, el gobierno se dedicó a hacer propaganda en lugar de atender su verdadera responsabilidad, que es gobernar, lo cual explica el lamentable estado del país en áreas como la seguridad, la salud, la educación y el desarrollo.
Pero desde hace por lo menos tres años, se lanzó una desenfrenada campaña propagandística nacional, absolutamente ilegal, para posicionar la imagen de Claudia Sheinbaum en el imaginario colectivo como la “heredera”, aderezada con una intervención sistemática del presidente Andrés Manuel López Obrador, descalificando todos los días a la oposición, socavando la normalidad democrática y la equidad de la contienda y resquebrajando al país en dos bandos: los que están conmigo (los buenos), y los que están contra mí (los traidores a la patria. Porque la patria soy yo).
Esta arremetida desde el régimen contra las reglas mínimas de la frágil e incipiente democracia que se había venido construyendo institucionalmente en las últimas tres décadas –tarea en la cual participaron activamente muchos de los que hoy la quieren destruir- ha herido de muerte al sistema político actual, que fue completamente rebasado por los tramposos caraduras que pretenden una restauración autoritaria.
Ante las amenazas desde el púlpito presidencial, que a punto estuvieron de ser ejecutadas por la pandilla morenista –porque justamente así se comportó- en el Congreso de la Unión, las instituciones que organizan y arbitran las elecciones en México terminaron por someterse y voltear la mirada ante las flagrantes y múltiples violaciones a la ley, misma que de haberse aplicado con justicia y a la letra, habría significado la anulación de varias candidaturas de primer nivel, en todos los partidos contendientes.
No solo no se atrevieron a aplicar la ley, sino que los órganos electorales fueron sometidos y capturados vía la colonización y la colocación de afines al obradorato en sus estructuras. Tanto así, que en la víspera de la elección más importante de los últimos cinco lustros, no existe certeza de cuál será su conducta si los resultados le llegan a ser adversos al régimen, no solo en la elección presidencial, sino fundamentalmente en la de diputados y senadores, clave para su esperpéntico “plan C”. ¡Qué diferencia con la pulcra actuación del IFE y el Trife de hace 24 años!
Esa anulación de facto de los organismos electorales impacta en todos los demás órdenes de la vida pública del país. Si el Presidente de la República es el primero en violentar la legalidad de manera burda –su frase “no me vengan con que la ley es la ley” lo retrata de cuerpo entero y quedará para la posteridad-, ¿por qué los demás tendrían que respetar las normas? Y no solo las electorales. Todas. Incluidas las que sustentan nuestra convivencia cotidiana dentro de la sociedad mexicana.
Este lunes, el presidente López Obrador habló de nuevo de las elecciones del próximo domingo 2 de junio y sí, volvió a dar línea, a intervenir, a violar la ley. “¿Queremos que el país siga siendo como antes, de un pequeño grupo, de una minoría que engañaba porque no había democracia? Era una oligarquía con fachada democrática. ¿O queremos que de verdad se establezca en México una auténtica democracia, que es el gobierno del pueblo para el pueblo y con el pueblo?”, dijo, colocando nuevamente una disyuntiva maniquea y divisoria: los buenos contra los malos. Aunque la descripción de los “malos” le ajuste “como anillo al dedo” a los autoproclamados “buenos”.
López Obrador también dijo que “más que una elección, lo del domingo es un referéndum, es un plebiscito, es una consulta. No es nada más elegir a las autoridades, elegir al partido, no. Es elegir el proyecto de nación que queremos”.
Pero ¿qué clase de proyecto de nación es ése, si ante lo que estamos es una elección de Estado? ¿Si se coacciona el voto a través de los programas sociales clientelares? ¿Si se obliga a los burócratas a ser carne de cañón electoral y se les amenaza con la pérdida del empleo? ¿Si desde el poder se hostiga e intimida a quienes piensan y opinan diferente de la versión oficial del país en el que todo está bien, y los problemas son “focalizados” y “magnificados” para “lastimar” al “líder”?
En su megalomanía, López Obrador cree que la elección del domingo es un refrendo de su sexenio y su pase directo al estante de los “héroes” de la historia nacional. Pero la realidad es otra.
El domingo 2 de junio, México se juega la viabilidad de su democracia, levantada con sangre las últimas cinco décadas y puesta en jaque en menos de seis años por unos nostálgicos restauradores del viejo régimen, en el que el presidente y la clase política eran intocables y una minoría rapaz, la oposición testimonial, la libertad de expresión una ruleta rusa y las elecciones un mero trámite para legitimar una decisión que no tomaba la ciudadanía. Algo así como lo que dicen algunas candidatas a día de hoy, que ya ni necesario sería ir a votar porque ya está todo “decidido”.
Exactamente a eso quieren hacernos retroceder. Y eso, y no otra cosa, sería el principal «legado” del obradorismo si se consuma en los términos que pretende. Pero el domingo tendremos de frente, en nuestras manos, el futuro del país.
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